viernes, 19 de marzo de 2010

AGOTA KRISTOF

Nos ha descubierto a esta escritora, como a tantos otros, Lupe Jover. No es profesora de nuestro instituto, pero colabora en nuestro proyecto como si lo fuera. Desde el curso pasado, bastantes de los textos de la semana son propuesta suya o de compañeros de su claustro, del IES Infanta Elena de Galapagar (Madrid). Lupe es también la autora de esta entrada.

Agota Kristof nació en Hungría en 1935. Con apenas veinte años, huyó de su país por motivos políticos y se instaló en Suiza. De esta manera, quien había sido lectora voraz se vio súbitamente convertida en analfabeta. Trabajó durante varios años en una fábrica de relojes. Escribió primero en húngaro, más tarde en francés. Su primera novela, El gran cuaderno, fue publicada en 1986 y ha sido traducida a más de treinta idiomas.

El Texto de la semana que hoy traemos está tomado de su breve relato autobiográfico titulado, significativamente, La analfabeta:

"Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.(...)

Al principio, no había más que una sola lengua. Los objetos, las cosas, los sentimientos, los colores, los sueños, las cartas, los libros, los diarios, estaban en esa lengua.

Yo no podía imaginar que pudiera existir otra lengua, que un ser humano pudiera pronunciar una palabra que yo no comprendiera.(...)

Así es como, a la edad de veintiún años, cuando llego por casualidad a Suiza, una ciudad en la que se habla francés, me enfrento a una lengua totalmente desconocida para mí. Aquí empieza mi lucha para conquistar esa lengua, una lucha larga y encarnizada que durará toda mi vida.

Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones, y no puedo escribirlo sin ayudarme de diccionarios, que consulto con frecuencia.

Ésa es la razón por la cual digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga. Pero hay otra razón, y es la más grave: esa lengua está matando a mi lengua materna.

Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós.(...)

¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz.

De lo que estoy segura es de que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua.

Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta. Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años.(...)

Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda, lo mejor que pueda.

No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.

Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío.
El desafío de una analfabeta."



Al leerlo, no podemos evitar pensar en cuántos hombres y mujeres, en cuántos chicos y chicas comparten hoy el desgarro de Agota Kristof de verse súbitamente convertidos en analfabetos. Pero haber nacido y crecido arrullado por las palabras de la lengua familiar, haber aprendido a leer en ella y a escribir cuanto uno sabe y siente no puede evaporarse de golpe tan sólo por cruzar una frontera.

Y sobreviene, incómoda, la pregunta: ¿qué hacemos al respecto en nuestros institutos? ¿Reconocemos y acogemos las lenguas de quienes conviven codo con codo con nosotros y aprendieron a hablar en otro idioma, o tendemos más bien a pensar que quien no conoce nuestra lengua tiene las manos vacías? Ojalá no hiciéramos sentirse analfabetos a quienes tanto ya saben.


Para dar a conocer un poco más a esta escritora, dejamos también un fragmento de El gran cuaderno, publicado recientemente junto con sus dos secuelas – La prueba y La tercera mentira- con el título de Claus y Lucas (El Aleph, 2007).

En esta novela son dos hermanos, Claus y Lucas, quienes, abandonados por la madre al cuidado de una abuela que no los quiere, van anotando en esa gran cuaderno la extraordinaria dureza de su vida cotidiana. Pero advirtámoslo: la desnuda sencillez de su prosa encierra algunas de las páginas más duras que jamás hayamos podido encontrar en la literatura. Sobrecoge y perturba pensar que a veces el dolor no encuentra más salida que la insensibilidad absoluta:
Ejercicio de endurecimiento del espíritu
La abuela nos dice:
-¡Hijos de perra!
La gente nos dice:
-¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!
Otros nos dicen:
-¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!
Cuando oímos estas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas.
No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.
Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.
Uno:
-¡Cabrón! ¡Tontolculo!
El otro:
-¡Maricón! ¡Hijoputa!
Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas.
De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, después vamos a pasear por las calles.
Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido permanecer indiferentes.
Pero están también las palabras antiguas.
Nuestra madre nos decía:
-¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados!
Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.
Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla.
Entonces volvemos a empezar nuestro ejercicio de otra manera. Decimos:
-¡Querido míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero… No os abandonaré nunca… Sólo os querré a vosotros… Siempre… Sois toda mi vida…
A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa.


SOBRE AGOTA KRISTOF:
- Entrevista
- Obras

1 comentario:

  1. Me recuerda Fuencisla, del ADI (Aula De Interculturalidad) de Torrelavega, que ya en febrero nos había recomendado este libro Ana, la directora de la Biblioteca de "La Vidriera" de Camargo, cuya web tenemos enlazada aquí, en el blog.

    Éste fue su comentario:
    "He leído un libro conmovedor, y durante la lectura, aparte de la emoción, me he acordado continuamente de vuestro equipo de atención a los chicos inmigrantes.
    Te digo el título: 'La analfabeta', de Agota Kristof, de ediciones Obelisco.
    Refleja muy bien toda la problemática que manejáis."

    Ana transcribía algunos fragmentos que coinciden con los de nuestro Texto de la semana, y aún añade algún otro:
    'Pero sobre todo ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.
    (...)
    En la fábrica, toda la gente es agradable con nosotros. Nos sonríen, nos hablan, pero no entendemos nada.
    Aquí es donde empieza el desierto. Desierto social, desierto cultural. A la exaltación de los días de la revolución y de la huida le siguen el silencio, el vacío, la nostalgia de los días en los que teníamos la impresión de participar en algo importante, histórico quizá : el mal del país, la falta de la familia y de los amigos.(...)
    Cómo explicarle, sin ofenderle, y con las pocas palabras que sé de francés, que su bello país no es más que un desierto para nosotros, los refugiados, un desierto que hemos atravesado para llegar a lo que se llama 'integración' 'asimilazión'. En ese momento, todavía no sé que algunos nunca lo lograrán......."

    Terminaba Ana su correo dejando traslucir su alma biblitecaria: "Es muy breve y se lee rápidamente. Si no lo conseguís, os lo presto"
    Gracias, Ana, por tu trabajo y por tu sensibilidad para intentar que esas gentes de otros pueblos que van llegando a Camargo no sientan tu 'bello país como un desierto'
    Carmen Cuesta

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